Desarrollando capacidades y definiendo qué pasa, sobre qué actuar y cómo hay que hacerlo.
Por Walter Becerra
En la década del ‘90 Chile inicia una carrera por relevar la diferencia y la diversidad, sin embargo, cuando busco aproximarme a la comprensión conceptual de conceptos como diversidad e inclusión, no puedo evitar la evocación de un par de hechos que durante cierto tiempo rondaron los medios de comunicación.
La primera, una publicación en el diario La Tercera el año 2018 titulada: “Viviendas sociales en Rotonda Atenas: entre la discriminación y la ambición mediática”, artículo dando cuenta la discusión sobre el impacto negativo a nivel socio-económico de la instalación de viviendas sociales en barrios de clase media-alta con una serie de justificativos por parte de los ahí residentes próximos a la zona, tal como puede verse en el artículo: “No quieren aparecer como discriminadores, entonces hablan de la posible pérdida de valor de sus propiedades, del sobre-poblamiento, de la congestión, y de la altura de los edificios”, justificativos sin ningún fundamento válido, señala el artículo, pero en el contexto, sí se da un ánimo de excluir o al menos segregar a aquellos diferentes y por ende a la diversidad.
La segunda, un suceso muy bullado que terminó con la promulgación de una ley que lleva su nombre, la Ley Zamudio. Ese hecho publicado en el diario El País en 2012 lo titulan: “El joven gay chileno falleció a causa de un traumatismo craneoencefálico”, al leer el texto vemos la brutalidad del ataque perpetrado contra Daniel Zamudio un joven de 24 años, quien decidió mostrarse como él quería. Cuenta también cómo diferentes instituciones toman parte de este acontecimiento, totalmente condenable y repudiado, el mismo grupo neonazi, el gobierno, la iglesia católica, el Movilh entre otros, si bien se deja en claro el hecho de discriminación sucedido, no se abordan los temas de base, pues, cuando pretendemos tender a una sociedad inclusiva, respetuosa y con aceptación plena de la diversidad, el entorno social debe tender a disponer de estilos vinculares y relacionales respetuosos entre y para todos y todas, sin sesgo de ningún tipo, una sociedad capaz de proveer una educación que reconozca la heterogeneidad y la problematice, y que en palabras de Rossano, que desarrolle “el cambio del paradigma de la normalidad por otro que sea mucho más real, más natural, más humano; y ese lo encontramos en el de la ‘diversidad’”.
Este cambio de paradigma de considerar la diversidad como un valor educativo daría cabida al desarrollo de una “participación sustantiva” de todos y todas respondiendo a la particularidad de su diversidad, su diferencia, de su capacidad o incapacidad, convirtiendo en protagonistas de los cambios a los interesados, de modo que puedan hacerse autónomos para la acción y no mero instrumento de ella, desarrollando capacidades y definiendo qué pasa, sobre qué actuar y cómo hay que hacerlo.
Por lo anterior, relevar la importancia de la educación en el desarrollo de las políticas sociales es crucial, pues tomando una referencia de Bourdieu, se escribe: la política social está en la “cabeza de las personas” y no se reduce a la lista de beneficios que se pueden obtener del Estado, ni tampoco a una serie de sanciones contempladas en un marco jurídico. Con esto quiero decir que la subjetividad de pertenecer a una comunidad supone mecanismos de reconocimiento, integración, aceptación y participación, apelar a valores compartidos y construidos socialmente, aún más relevantes en contextos de gran diversidad y desigualdad.
Norbert Lechner nos dice “de poco sirve arreglar los problemas materiales si, al mismo tiempo, la política no se hace cargo de las vivencias subjetivas de la gente en el día a día”. El reto está entonces en la mediación entre la percepción subjetiva presente en los procesos de interacción de la realidad social y las fallas del sistema macro-social, pues una “política que no ayude al ciudadano a vivir y compartir sus experiencias cotidianas como algo significativo, se vuelve insignificante”.